El Mundial de Sudáfrica 2010 nació para España con un aire inquietante. La derrota inicial ante Suiza, inesperada y dolorosa, activó todas las alarmas de un país que llegaba por primera vez como favorito. Aquel 0-1 en Durban obligó a la Selección a reconstruirse desde la calma, la posesión y el carácter competitivo que había cultivado en la Eurocopa 2008. Vicente del Bosque, sereno ante la tempestad, mantuvo intacta su idea: confianza en el balón, en el grupo y en una generación irrepetible que sabía ganar, pero también sufrir.
La reacción fue inmediata. Chile y Honduras cayeron con un fútbol cada vez más preciso, más seguro, más reconocible. España avanzó a octavos entre murmullos, aunque dejando claro que su identidad seguía intacta. En la fase decisiva apareció la versión más resistente, la que convirtió cada partido en una batalla controlada: Paraguay, duro, incómodo, físico, llevó a la Selección al límite. Hubo un penalti fallado, un penalti parado, un poste que mantuvo el aliento detenido. Y luego, una jugada coral que acabó en los pies de Villa, convertido ya en héroe nacional. El país respiró.
En semifinales esperaba Alemania, un gigante en plena ebullición. Y aquella noche se jugó uno de los partidos más hermosos del torneo. España dominó desde la inteligencia, desde la paciencia, desde esa manera sutil de someter sin violencia. El gol de Puyol, un cabezazo que parecía llevar dentro la memoria entera de un vestuario, abrió el camino a la final. La Selección llegaba a su primer partido por el título con la serenidad de quien entiende que está ante una oportunidad histórica.
El 11 de julio de 2010, en Johannesburgo, el Soccer City fue el epicentro emocional de un país entero. España formó con: Casillas; Sergio Ramos, Piqué, Puyol, Capdevila; Busquets, Xabi Alonso; Iniesta, Xavi, Pedro; y Villa. Un equipo cincelado en la excelencia, compacto, solidario, valiente. Holanda, con Robben, Sneijder y un despliegue físico imponente, planteó un duelo áspero, directo, jugado al filo de la fricción. Fue una final trabada, con entradas duras, un árbitro desbordado y dos estilos irreconciliables chocando frente a frente.
España buscaba el balón; Holanda buscaba interrumpirlo. Aun así, la Selección tuvo las más claras. Pero también sufrió: Robben, solo, encaró a Casillas y el capitán, en un gesto destinado a la eternidad, sacó el pie derecho para salvar el Mundial. Poco después, otro mano a mano volvió a encontrar a una España resistente, acumulando épica en cada gesto.
El partido avanzó hacia una prórroga extenuante, con el cansancio como tercer rival. Y entonces, llegó el minuto que cambió la historia. Cesc filtró un pase profundo, la pelota cayó limpia en el área y Andrés Iniesta, la empalmó de derechas. El balón voló directo, incontestable, hacia el fondo de la red. El estadio estalló. Un país estalló. Iniesta corrió levantándose la camiseta en un homenaje eterno a Jarque.
Los últimos instantes fueron una agonía medida. España defendió con orden, con inteligencia, con el corazón en la garganta. El pitido final, tres toques cortos, cerró el círculo de un sueño perseguido durante décadas. España era campeona del mundo. No fue solo un título: fue una reivindicación de un estilo, de una generación y de una forma de entender el fútbol.
La Selección volvió a casa como símbolo de unión, de talento y de excelencia. Y el gol de Iniesta, aún hoy, sigue entrando. Cada vez que lo recordamos, vuelve a entrar. Y vuelve a emocionarnos. Porque hay gestas que no se consumen: se reviven una y otra vez. Sudáfrica 2010 es una de ellas. España, simplemente, tocó el cielo.